En todos los Estados ha estado presente la cuestión de los correctos límites del gobierno. De dónde está la línea que separa a un gobierno justo de una banda criminal. Incluso en los totalitarismos, en los cuales el gobierno no respetaba derecho alguno, los líderes hicieron creer a los ciudadanos, mediante la propaganda, que actuaban por su bien. En la democracia, periódicamente se escucha a los partidos en la oposición, en prácticamente cualquier país democrático del mundo, decir que el gobierno hace algo que no debería hacer.
El fundamento moral de la existencia de un gobierno es este: la necesidad de combatir la violencia. En una determinada área geográfica, el gobierno es la institución que monopoliza la legitimación del uso de la fuerza. Con este poder, el gobierno ejecuta un límite a las relaciones entre hombres, particularmente a las relaciones agresor-víctima. Cuanto más limitada se encuentre la violencia en una sociedad, más posible será la cooperación espontánea. Mediante esta cooperación, un individuo obtiene más valor para su propia felicidad que lo que obtendría sin relacionarse con otros hombres. Si vivir alejado de los demás hombres supusiera, en todas las etapas de la vida, una mayor felicidad que la convivencia, esta sería inmoral.
En una clasificación primaria, todo gobierno cuya existencia no supone una limitación de la violencia no es, objetivamente, distinto de una pandilla de criminales.
La convivencia sin límites morales es la negación absoluta del derecho del hombre a la búsqueda de su felicidad, derecho que el hombre posee no por la divinidad, ni por la historia, ni por los decretos, sino por la gracia natural de su vida como hombre. La función propia del gobierno es hacer valer esas barreras. Si él mismo va más allá de ellas, hablamos de un gobierno ilegítimo.
Los límites morales de un gobierno son normalmente considerados relativos: que su validez depende de la época, de la historia de los individuos del área geográfica gobernada -¿cuántas veces hemos escuchado la cantinela relativista de que la validez de la monarquía debe juzgarse dentro del contexto histórico y cultural español, rechazando así reglas morales universales al respecto? No podría refutar el relativismo porque todo relativista negaría la evidencia de los axiomas de los que partiría en cualquier argumentación para refutarlo. A mi juicio, rechazar los más evidentes principios metafísicos es deslealtad a la verdad. Por cierto: hay que decir que abunda la confusión sobre el término relativismo. Un relativista no es un amoral. Es alguien para el cual no hay verdades objetivas o para el cual las hay pero no es posible conocerlas o expresarlas, de modo que considera que solamente pueden establecerse verdades relativas que dependen de unos presupuestos no evidentes.
El juicio todo vale, o su corolario el fin justifica los medios, es la negación de todo límite moral. Esto no es relativismo sino algo peor: amoralismo. La depravación llega a su summum cuando todos los actos buenos -la producción, la especulación económica, la ayuda a un país que está siendo atacado por fuerzas malvadas y que no se basta para defenderse- dejan de considerarse justos por el hecho de tener un fin egoísta, tal como recibir bienes; mientras, los más perversos crímenes -por antonomasia, el sacrificio de una minoría- parecen justificados por la intención altruista de quien los perpetra. Este es el más terrible fraude moral de la historia.
Creer en la posibilidad de la bondad de un fin y negar la posibilidad de la maldad per se de un medio es una contradicción. Una cosa y la otra. Pensemos en un buen fin: la felicidad de la humanidad. ¿Pueden estar justificados, entonces, aquellos medios cuya consecuencia sea contraria a la felicidad de la humanidad? Sería deshonesto responder que la consecuencia del medio no se sigue del medio, como si al soltar una piedra el hecho de que caiga fuera un accidente imprevisible y sin causa necesaria. Y cuando buscan la causa de su fracaso, los totalitarios la creen encontrar en la naturaleza del hombre. Por egoísta. Por no querer sacrificarse suficientemente.
Potencia de volición y de entendimiento. Tal es la naturaleza metafísica del hombre. Más lo que de ellas se sigue. Respecto a su constitución química y a la historia, su conocimiento no es necesario para determinar reglas morales universales. Un ejemplo: Tomar cianuro de potasio implica suicidio, A=>B. Para concluir que consumir cianuro es inmoral, A=>C, necesito otra premisa no basada en las ciencias naturales: suicidarme es inmoral, B=>C. La implicación de C está contenida en B y A, mientras que la implicación de B solamente lo está en A. Por lo tanto, la regla de la implicación de C es más universal.
Mucho de lo que de común hay natural en los hombres puede ser rechazado por una elección correcta o incorrecta. El hombre, sin traspasar límites naturales incontestables, se hace a sí mismo.
El hombre tiene la facultad de elegir una cosa o la otra. Si se encuentra en algún grado predispuesto a la virtud o al vicio, no lo sé. En qué grado, ni idea. Si hay una cierta predisposición al bien o al mal dependiendo del material genético, lo ignoro. Si su acción está condicionada por el medio y cómo lo está, no es cuestión que merezca mi atención. En todo caso, su elección puede estar condicionada pero no determinada. La biología del cerebro puede informarnos de qué es agradable a los sentidos pero no de qué es objetivamente bueno. Sé esto: cada niño que viene al mundo podrá llegar a ser, según sus propias elecciones, el más admirable héroe o el peor de los villanos. Más allá del grado en que sus elecciones están condicionadas, dichas elecciones, en ausencia de coerción, le son propias. Pues mientras la piedra que suelto no puede elegir no caerse y un hombre no puede elegir no morirse cuando le atraviesan el corazón -ni elegir nada-, la mente humana tiene, por un hecho metafísico, un importante campo de elección, un poder sobre ciertas estructuras materiales. Y de lo que elige un hombre es responsable él mismo.
La otra cosa de la cual estoy seguro es: este mundo, en su totalidad, puede ser conocido por el hombre. No de un modo directo, mágico. Pero puede ser conocido. La vida del hombre no es suficientemente larga para abarcar el Universo en su mente, y sus sentidos, imprescindibles para conocer, también son limitados. Además, su memoria no es infalible. Pero el límite de la experiencia no impide al hombre ser feliz. No es necesario conocerlo todo para ello. El hombre -esto es lo que importa- puede conocer verdades y expresarlas a sus hermanos. Verdades éticas, verdades en cuanto a las entidades y verdades en cuanto a las leyes de la naturaleza.
Pienso que hay una sola cosa que no puede conocer con exactitud un hombre: la elección de su hermano, pues la mente del hombre no es de la naturaleza de los cuerpos sujetos a leyes físicas. Es propio de los colectivistas la presunción de prever las elecciones de los seres humanos en un marco dado, ¡como si la elección del hombre no dependiera en último término de él mismo!
Mi tesis es: hay, objetivamente, reglas morales.
No hay diferencia metafísica alguna entre las potencias intelectivas de los distintos hombres -en oposición, pues, a Platón. No la hay, ya que todos los seres de una categoría tienen una cierta naturaleza común. Por lo tanto, todos los hombres están sujetos a dichas reglas morales. Dado que la naturaleza del hombre es volitiva e intelectiva, los límites morales universales del gobierno no entran en el campo de las ciencias naturales ni de las sociales, ya que el hombre puede elegir no ser como se espera que sea. Las normas fundadas en datos particulares no pueden ser universales. Sin metafísica no puede sostenerse ética alguna. Desarrollaré esta cuestión en artículos posteriores.